Privilegios a cambio de obsecuencia: el “plan canje” que aplicó el poder

El circuito paralelo que autorizaba visitas hospitalarias en pandemia, cuando una norma las prohibía, muestra una cultura del acomodo.

Por Luciano Román – La revelación sobre un circuito paralelo que autorizaba visitas hospitalarias en plena pandemia, cuando una norma las prohibía expresamente, escribe un nuevo capítulo sobre un flujo de privilegios y acomodos que este gobierno parecería haber llevado a su máxima expresión. Ya lo habíamos visto con el vacunatorio vip, que marcó, de alguna forma, un descenso degradante en la ética del poder. Pero esta última confesión confirma que no se trató de irregularidades aisladas, sino de una cultura y de un sistema en el que las propias valoraciones sobre lo que está bien y lo que está mal parecen, por lo menos, confundidas.

El episodio ha sido bien descripto en los últimos días: la presidenta de una ONG vinculada a la salud aprovechó el atril de un acto celebratorio, de los tantos que monta el oficialismo para aplaudirse a sí mismo, para agradecerle “a Carla” (la ministra de Salud de la Nación) que le hubiera permitido ver a su esposo antes de morir, en momentos en los que estaba vigente un decreto que impedía las visitas en terapias intensivas. En esa especie de agradecimiento autoincriminatorio se revelaron varias cosas: la principal es que las prohibiciones que regían durante la cuarentena admitían excepciones arbitrarias para los “dueños” y allegados del poder. Ya lo sabíamos, pero ahora nos enteramos de que no solo fueron el vacunatorio vip y el festejo clandestino en Olivos, sino también una especie de “pulsera oficial” que permitía, a unos pocos, aquello de lo que se privaba a la inmensa mayoría. ¿Cuánto falta todavía por conocer? La ingenuidad con la que la mujer lo cuenta en un acto público también confirma otro dato: la nebulosa moral en la que se confunden derechos con privilegios. Las normas quedan desdibujadas en una oscura trastienda de discrecionalidades que administra el funcionario.

Queda en evidencia, una vez más, una especie de “plan canje” que el kirchnerismo ha institucionalizado: privilegios a cambio de obsecuencia. No es casual que la “beneficiaria”, en este caso, haya sido la titular de una ONG. Muchas de esas entidades han sido colonizadas por el oficialismo, como se ve también con los organismos de derechos humanos, con organizaciones sociales y con “colectivos” de artistas e intelectuales, para no mencionar otras instituciones más robustas, como varias universidades o hasta el propio Conicet. El poder les propuso, con éxito, una suerte de “sometimiento rentado”. Y muchas aceptaron gustosas, convencidas de que finalmente alguien les daba lo que merecían: dinero, contratos, conchabos para familiares, invitaciones, viajes, lugares en la primera fila del poder y “pases vip”. Por supuesto que no se puede generalizar, pero sí afirmar que el canje ha resultado exitoso.

No asistimos, entonces, a una “excepción humanitaria” en medio de la cuarentena, sino a un sistema tan complejo como perverso, que va mucho más allá de los desmanejos de la pandemia y que costará mucho desmantelar. Si un nuevo gobierno intentara atenerse a las reglas de la ecuanimidad y destejer la telaraña de privilegios, le tocará lidiar con un coro de ONG, organismos de derechos humanos y universidades que saldrán a gritar contra “el recorte de derechos”. La trampa habrá funcionado. Se necesitará mucha pericia, mucha didáctica y mucho temple para no quedar atrapado en ella.

La complejidad del mecanismo reside también en que esa “cultura del acomodo” se ha enquistado en algunos sectores de la sociedad, que se sienten reconfortados en el reparto de “pulseras”. Lo que muchos buscan, entonces, no es eliminar los privilegios sino estar entre los privilegiados. Es la aspiración de “pertenecer” y de figurar en la “lista vip”. El kirchnerismo tuvo la habilidad de interpretar ese deseo (tal vez porque forma parte de su ADN) y de cooptar, por esa vía, a minorías intensas y a “sectores influyentes”, sin importar que esos privilegios hayan sido a expensas de los derechos de otros.

Todo se reviste, por supuesto, con coartadas retóricas que suelen ser eficaces. Los privilegios otorgados a muchos actores e intelectuales se justifican como “inversión en la cultura”; la cooptación de dirigentes universitarios con flujos discrecionales es presentada como una “defensa de la educación pública”, y la designación de militantes en todos los estamentos burocráticos, como un “fortalecimiento del Estado”. Siempre está a mano, también, la bandera de “la soberanía” para cubrir, por ejemplo, los descalabros de Aerolíneas. Los eslóganes funcionan como un poderoso escudo protector ante cualquiera que quiera poner la lupa sobre esa trama de opacidades y prebendas: “Vienen por tus derechos”, gritarán otra vez los clubes de amigos del poder, sin admitir –por supuesto– que reaccionan en defensa de sus privilegios. En muchos casos, es probable que ni siquiera lo tengan claro, como demuestra el cándido agradecimiento “a Carla”. Para muchos, el eslogan se convierte en convicción de la mano de la conveniencia.

En esta perversa confusión entre privilegios y derechos tal vez resida uno de los nudos centrales de la crisis argentina. Lo marcó en una acertada síntesis Jorge Fernández Díaz en su columna del domingo pasado: “La verdad es que los republicanos deberían discriminar muy bien entre derechos y privilegios: para devolver los primeros hay que terminar con los segundos”. Quizá pase por ahí el debate de fondo. El desafío es desenmascarar una impostura que ha camuflado la arbitrariedad del poder.

Cuando un país naturaliza la lógica del acomodo y la discrecionalidad, extravía el sentido de la norma. Se crea un ecosistema en el que se desdibujan los estímulos para hacer las cosas bien. Desde las cuestiones aparentemente menores hasta las más grandes y costosas, se dirimen en un circuito semiclandestino, donde rige la ley del amiguismo y los favores. Las monedas de cambio, en ese sistema, son la obediencia, la obsecuencia, el sometimiento o el silencio, según el caso. Da pena ver a dirigentes de derechos humanos, a artistas y a intelectuales, que en las sociedades democráticas suelen ser espíritus libres y reservas de independencia y rebeldía frente al poder, aplaudir en los despachos oficiales con un fervor genuflexo.

Esa cultura se ha acentuado, hasta extremos patológicos, con un Estado cada vez más invasivo y más voraz, que hace que todo dependa de un permiso, un registro, una excepción o una licencia. El laberinto de la burocracia estatal alimenta la cultura del atajo y consolida una suerte de “administración blue”, con un carril para el común de los mortales y otro, más rápido y eficaz, para los privilegiados. Todo está conectado, a la vez, con el empobrecimiento material y espiritual de la Argentina: el subdesarrollo crea más dependencia, más corrupción y más desapego a la norma. En una atmósfera de deterioro sostenido, se estimula la práctica del “sálvese quien pueda”. El achicamiento del sector privado hace, además, que las pocas oportunidades de “salvación” se busquen al calor del Estado.

Es fundamental que no se pierda de vista que la cultura del privilegio tiene costos altísimos. No son solo “costos morales”, sino también materiales. El canje de obediencia por prebendas se paga con gestos y con símbolos, pero también, y fundamentalmente, con plata. Para decirlo en términos vulgares pero gráficos, “se paga con la nuestra”. Como todo se dirime en las sombras y en voz baja, esos flujos de dinero también son oscuros y aparecen camuflados. Lo vimos en aquellos millones malversados que el Estado les dio graciosamente a Bonafini y a Schoklender para Sueños Compartidos (entre ellos). Pero ese fue un modelo que, con escalas y magnitudes diferentes, se reprodujo con muchas otras organizaciones, instituciones y sectores. Las ONG que van a aplaudir y agradecer a los ministros, no solo recibieron excepciones y “pulseras vip” en la pandemia. Detrás de una confesión que puede parecer menor acaso aislada, aparece un entramado mucho más complejo. La cultura del privilegio y el atajo se paga con el deterioro de los hospitales y de las escuelas, con la degradación del espacio y del transporte públicos y con el debilitamiento de la seguridad ciudadana. Se paga también con inflación, porque la “bola de privilegios” se ha hecho más grande y más costosa que la “bola de Leliq”. Si empezamos a conectar una cosa con la otra, aparecerá una luz al final del túnel.

Son muchos los que se esfuerzan sin buscar prebendas. Muchos hacen la fila y se atienen a la norma, incluso algunos que podrían apelar a sus “contactos” y acceder a un trato preferencial. Muchos conservan el sentido de la ley y de la ética. Si sus voces se escucharan con fuerza y no quedaran ahogadas por aquellos que gritan en defensa de sus privilegios, la Argentina podría empezar a recuperar la senda que ha extraviado.