El poder como fin, la mentira como medio

Negar, falsear o manipular la realidad tomando al otro como estúpido ha sido una constante en el actual ministro de Economía y precandidato presidencial.

Por Rodrigo Néspolo – Cuando el poder deja de ser un medio para convertirse en un fin en sí mismo, la mentira adquiere un protagonismo y una centralidad esenciales junto a otros medios, como los procederes violentos o corruptos. El precandidato presidencial Sergio Massa no ha dejado dudas de esa función de la mentira a lo largo de su trayectoria política, que aspira coronar con la máxima magistratura, tras dos intentos fallidos.

Solo así se explica que a más de un año de haber asumido sus actuales funciones como ministro de Economía, desentendiéndose de los fracasos de su gestión, se presente sonriente con aires renovados como la mejor alternativa para construir un futuro de grandeza cuando sus verdaderas credenciales son los nefastos resultados del presente.

El pensador francés Michel Onfray señala en su Antimanual de filosofía que, en esa ambición de poder, se falsean datos y hechos, se desacredita al adversario y se miente sobre uno mismo. “Se ocultan las propias zonas sombrías –escribe Onfray–. Se borran las molestas huellas del trayecto, los fracasos, las blasfemias, las anteriores tomas de posición tajantes”. Y se aspira a alcanzar el cargo, o a mantenerlo, “para terminar lo que no ha dado tiempo a hacer, para realizar lo que no se tuvo tiempo de hacer a causa del destino, la fatalidad, los otros o la coyuntura, pero nunca de uno mismo”.

Massa se ajusta perfectamente a esta descripción. Ya no es quien va a poner presa a Cristina Kirchner. Ahora es su sonriente copiloto. Quien iba a “barrer a los ñoquis de La Cámpora” ahora es el candidato que ellos apoyan, mal que les pese. Puede mentir sobre cifras y datos; puede fabular impunemente con que un soplón del FMI le contó que economistas de la oposición pidieron que no se le concedan fondos a la Argentina para precipitar así lo peor de la crisis, sin mostrar ni una sola prueba.

Entre la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción, de las que hablaba Max Weber, padre de la moderna sociología, Massa definitivamente no adopta la primera, que obliga a detenerse en el punto en el cual las consecuencias de las propias acciones producirán daños irreversibles en otros. La de la convicción impulsa a seguir los propios objetivos a cualquier precio, sobre todo porque ese precio lo pagarán otros. Es inútil desplegar ante Massa todas las pruebas escritas, grabadas, filmadas y documentadas que permiten cuestionar su tan declamada como insostenible ética porque es probable, a la luz de la experiencia, que las niegue rotundamente una por una sin el menor rubor. Ambición de poder mata prestigio o reputación, pero no resiste un archivo.

Claro está que, lamentablemente, no es este precandidato el único para el cual el valor de la verdad resulta relativo o nulo. Cualquier ciudadano despierto y que mantenga la capacidad de pensar críticamente puede advertir en todos los aspirantes distintos grados de desapego o falseamiento de la verdad, aunque difícilmente con la impudicia o el cinismo desplegado por Massa. Es una triste comprobación de aquello que exponía la genial filósofa política alemana Hannah Arendt en Verdad y mentira en la política: “Nadie ha dudado jamás con respecto al hecho de que la verdad y la política no se llevan demasiado bien, y nadie, que yo sepa, ha colocado la veracidad entre las virtudes políticas. La mentira siempre ha sido vista como una herramienta necesaria y justificable para la actividad no solo de los políticos y los demagogos, sino también del hombre de Estado”.

Esto mismo, según la propia Arendt, hace que, primero como candidatos y luego en el poder, los agentes de la política actúen de espaldas a la realidad padecida por aquellos que, según cada escudería, llaman “pueblo”, “gente” o “vecinos”. La realidad es para el ciudadano de a pie, dice Arendt, algo “que todos ven y oyen igual que nosotros. Es la presencia de los otros, que ven lo que vemos y oyen lo que oímos, la que nos asegura la existencia de la realidad del mundo y de nosotros mismos”. Una verdad de Perogrullo que la política muchas veces se esfuerza por presentar a su conveniencia.

Negar, falsear y manipular la realidad, apunta a su vez el pensador antifascista Theodor Adorno, convierte a la mentira en inmoralidad cuando “toma al otro por estúpido y sirve de expresión a la irresponsabilidad”. Quien apaña la mentira tanto de los aspirantes al poder como de quienes ya lo ejercen, anteponiendo el interés propio e individual al bien común y al futuro colectivo a la hora de votar, termina por premiarlos en lugar de sancionarlos. Allí radica el poder del sufragio en una sociedad democrática. Abstenerse de participar es también hacerles el caldo gordo a quienes no reparan en medios para alcanzar sus perversos fines.