El año empieza el 10 de diciembre

El éxito o el fracaso del nuevo gobierno estará ligado, en gran medida entonces, a qué logre hacer con la inflación.

Por Ricardo Delgado – Existe un vasto consenso acerca de que la futura gestión debe reducir, sensible y consistentemente, una tasa de inflación que invariablemente se duplicó año tras año en la administración Fernández. El éxito o el fracaso del nuevo gobierno estará ligado, en gran medida entonces, a qué logre hacer con la inflación.

La experiencia enseña que estabilizar por largo tiempo es una operación de altísima complejidad política. Desde 1970 hasta ahora, apenas la cuarta parte de los países latinoamericanos que aplicó planes antiinflacionarios logró ubicarla por debajo del 20% anual en cinco años. El resto atravesó por diferentes crisis cambiarias, bancarias o de deuda externa.

Siguiendo el manual de lo que hicieron otros (y también nosotros en los 80, con el Plan Austral, y a comienzos de los noventa, con la Convertibilidad), los programas exitosos anclaron el dólar, muchas veces con tipo de cambio fijo, y lo dejaron apreciar, fortaleciendo las monedas locales. Para eso se necesitan dólares en las reservas y una posición fiscal robusta. En la previa, los planes exitosos ajustaron sus precios más relevantes, devaluando el siempre retrasado dólar oficial, y corrigiendo las tarifas públicas y el precio de los combustibles. Cualquier semejanza con la realidad argentina actual es mera coincidencia.

Hagamos el ejercicio de poner esta secuencia en el eje de tiempo 2023-2024. El 10 de diciembre debería darse el puntapié inicial de un proceso inteligente de corrección de precios retrasados que se extienda durante el verano con destino final en mayo, cuando comiencen a liquidarse las exportaciones del complejo sojero. Esos cinco meses iniciales del nuevo gobierno serán cruciales para definir la impronta que tendrá la economía en los próximos años.

 

Marcar el camino

Una mala elección de instrumentos, la creencia de que seguirá siendo posible procrastinar o una inadecuada comunicación de las medidas -comunicar bien es un activo muchas veces subestimado-, por citar algunos escenarios hipotéticos, podría desembocar en una crisis de magnitud. La agenda del primer verano luce nutrida: rediscusión del acuerdo con el FMI, el tratamiento de las Leliq, desdoblar (cómo) o no el mercado de cambios, atender la deuda con importadores, encarar con seriedad el ordenamiento fiscal, son todos aspectos decisivos para fortalecer las reservas del BCRA y hacer así creíble el plan de estabilización.

Se argumenta alegremente que, dado que habrá unos u$s 25.000 millones más que en 2023, la oportunidad está a la vuelta de la esquina. Es cierto, no habrá sequía ni necesidad de importar gas en el invierno. Tal vez, además, la minería incremente sus exportaciones. Ahora bien, tanto 2021 como 2022 tuvieron abultados superávits comerciales y la crisis -de la mano de la inflación- se profundizó. Moraleja: disponer de divisas es la condición necesaria, no suficiente, para estabilizar la macro. Si se hace lo correcto, los dólares ayudan. No ocurre lo contrario.

En esta imperiosa estabilización de 2024 habrá que poner el ojo, de forma acuciante, al gran pasivo social (más de 40% de pobres) que heredará la futura gestión. En otras experiencias estabilizadoras, como el Plan Austral de 1985 o la Convertibilidad de 1991, ese pasivo era bastante inferior. Estabilizar requiere tomar medidas amargas, contractivas sobre la actividad económica y que en el corto plazo acelerarán la inflación. Es inimaginable entonces pensar un programa que no contemple en sus primeros pasos asistencias específicas y temporales hacia esos grupos vulnerables, aun cuando sea contradictorio con el objetivo primario de equilibrar las cuentas fiscales.

La tecnología es, vaya paradoja, un elemento nuevo que potencialmente puede limitar el rol estabilizador de la política económica. Por un lado, las billeteras digitales remuneradas restringen la efectividad de las subas de tasas de interés para reducir el deseo de disponer de dinero en efectivo. Por el contrario, los habituales aumentos en las tasas durante los planes antiinflacionarios incrementarían el rendimiento de las billeteras digitales, a contramano de la necesidad de reducir la demanda agregada para bajar la inflación.

Por otro lado, ahora la inflación se puede seguir prácticamente a diario a través de los «datos de alta frecuencia». Veinte o treinta años atrás, esta herramienta no existía, y en consecuencia el reajuste de los contratos no podía seguir la evolución de los precios en forma continua. El catch-up se lograba, imperfectamente, a través de saltos discretos (mensuales en los casos más extremos).

La inflación de alta frecuencia les otorga a los sindicatos, por caso, más y mejores herramientas para negociar salarios. En tal sentido, las revisiones en los acuerdos paritarios se han acelerado y cada vez son más los trabajadores con reajustes mensuales.

Una mayor disponibilidad e inmediatez en la información de precios muestra dos caras para la efectividad estabilizadora de la política económica. Por un lado, el acortamiento del plazo de los contratos aumenta la inercia, entendida como la injerencia del pasado sobre la inflación presente. Por otro, el ajuste del sector externo para acumular reservas vía devaluaciones se torna más difícil, ya que el traslado a precios es más rápido con revisiones salariales más cortas.

Todo este camino hacia la estabilización requiere, ineludiblemente, de acuerdos y consensos políticos y sociales amplios, casi nunca logrados en el pasado. No será cuestión de un grupo de economistas iluminados, ni de recetas jamás aplicadas en economías como la argentina. La estabilización es un artefacto muy complejo de construir, y mucho más, de llevarlo a buen puerto con la precisión quirúrgica que esta estructura social demanda.