El DNU, un debate sobre nuestra calidad de vida

Del comercio y las actividades profesionales al sistema administrativo, la salud, la educación y la vivienda, rige un exceso de reglamentarismo del que deriva un enorme costo oculto

Por Luciano Román – El mega-DNU con el que Milei ha inaugurado su gobierno es discutible desde muchos ángulos. Puede decirse –con razón– que mezcla temas importantes con otros que son accesorios, que precisamente por su magnitud termina provocando confusiones en lugar de certezas y que algunos cambios parecen apresurados, cuando deberían ser acordados para que resulten viables y consistentes. Sin embargo, tiene una virtud que no se le puede negar: ha puesto en discusión una gigantesca telaraña de regulaciones que facilitan “curros”, negocios y “negocitos” que no solo le meten la mano en el bolsillo al ciudadano común, sino que le complican la vida, además de favorecer una cultura de la arbitrariedad y la corrupción que vicia la atmósfera cotidiana. Donde se pone la lupa se ve que esa telaraña ha ido envolviendo todos los aspectos de la vida pública, desde el comercio y las actividades profesionales hasta el sistema administrativo, la salud, la educación y la vivienda, por mencionar solo algunos rubros en los que rige un exceso de reglamentarismo del que deriva, a la vez, un enorme costo oculto.

El debate sobre el DNU es, por supuesto, un debate político, jurídico y parlamentario, pero también es un debate sobre nuestra calidad de vida, sobre nuestra relación con el Estado, sobre nuestra condición de individuos y sobre el poder del burócrata frente al simple ciudadano.

Para poner un ejemplo entre tantos, cualquiera que vaya a vender o comprar un auto terminará haciendo una excursión a territorios de esa Argentina encorsetada, hiperregulada, carísima y extorsiva: tendrá que pagar sellados, formularios, verificaciones, grabado de cristales, inscripciones registrales y certificaciones notariales. También gestionar oficios de libre deuda e informes de dominio. Cuando haya agotado todas esas ventanillas y haya dejado en cada una jirones de su presupuesto y su energía, descubrirá –seguramente– que todavía le falta algo. Pero además terminará enredado en un perverso sistema de fotomultas en el que “muerden” la Nación, las provincias y los municipios. Cada operación de compraventa de un vehículo alimenta a la AFIP, a los organismos de recaudación provinciales y municipales, a los registros del automotor (históricamente repartidos entre parientes y amigos de la política), a las empresas de verificación técnica, a las policías provinciales, a los juzgados de faltas de distintas jurisdicciones, a los colegios de escribanos, a los gestores y a varios más. Eso explica que, según un estudio de la Asociación de Fabricantes de Automóviles, el 54% del costo de un 0 kilómetro sean impuestos y tasas (desde el IVA hasta Ingresos Brutos, Sellos y Seguridad e Higiene).

Todo el sistema funciona como una trampa en la que se cae cuando uno ya se ha embarcado en la operación. Los juzgados de faltas, por caso, están agazapados y a la espera de que los vendedores o compradores de autos “caigan” a ponerse al día con multas de dudosa procedencia, que se imponen sin derecho a la defensa y por infracciones “detectadas” con grotescos “cazabobos” de los que viven muchos municipios y que alimentan el barril sin fondo del Estado bonaerense.

Podría pensarse que todo ese entramado gigantesco de trámites y verificaciones dificulta, al menos, el comercio de vehículos robados. Y que la VTV disminuye el índice de accidentes. Error: las regulaciones y exigencias han crecido al mismo ritmo que los problemas que, supuestamente, se proponen evitar. Solo el año pasado murieron casi 7000 personas en accidentes de tránsito, según Luchemos por la Vida. Y el negocio de los desarmaderos y las autopartes robadas mueve fortunas incalculables en una megaoperación mafiosa con múltiples eslabones.

Pero el comercio automotor es apenas un ejemplo. En la misma burocracia, o una peor, quedará enredado quien intente abrir un kiosco. Si decide poner un puesto clandestino en medio de un parque público, es muy posible que nadie lo moleste: el Estado se repliega frente a la prepotencia de los hechos consumados. Pero si busca una habilitación, deberá internarse en un laberinto del que saldrá, inexorablemente, empobrecido y maltratado. Le pedirán obleas, inspecciones, certificados, inscripciones, constancias y verificaciones de nunca acabar. Y tendrá que recurrir inevitablemente a un “experto” en cuevas burocráticas, que seguramente lo pondrá en contacto con un “facilitador” que sabe cómo agilizar las cosas por un módico 30 por ciento. Según un reporte del Banco Mundial conocido como “Doing Business”, la Argentina ocupa el puesto 141 sobre 190 países en cuanto a facilidades para abrir un negocio. Traducido, somos casi campeones en obstáculos y dificultades.

Este entramado encarece la actividad económica en todas las escalas, pero además exprime las energías de los contribuyentes, los emprendedores, los clientes y los comerciantes. Distorsiona, a la vez, ciertos mercados o actividades. En los últimos años se lo vio con los alquileres, que ahora acaban de resucitar, con más oferta y menores costos, tras la derogación de un engendro legislativo que obró el milagro de perjudicar por igual a propietarios e inquilinos.

El reglamentarismo ha tenido, sin embargo, una especie de éxito cultural. Se ha instalado la idea de que, a mayor burocracia, mayor seguridad y garantías. Como si la dificultad tuviera un sentido y valiera la pena. Como si el formulario y la oblea nos aportaran una certeza y una tranquilidad. Se lo ha visto como un mal necesario, sin advertir los costos enormes que supone toda esa ingeniería regulatoria y los “cotos” que se han creado para cazar al contribuyente. Cuando la cosa es fácil, desconfiamos.

Por supuesto que las regulaciones son parte de la vida en sociedad. Es una obviedad decir que los vínculos jurídicos, desde el matrimonio hasta cualquier otra relación contractual, necesitan formalidades, reglas, registros e inscripciones. La norma es la defensa frente a los abusos y le ofrece protección al ciudadano. El tema está, como siempre, en la justa medida de las cosas. La Argentina ha evolucionado hacia el exceso, con resultados que están a la vista: menos inversión, cepos por todos lados, caída del empleo de calidad, bienes más caros, economía deprimida.

Los excesos han forjado, a la vez, una “cultura de la banquina”: es tan tortuoso el camino “por derecha” que la sociedad busca inexorablemente atajos. Y así ha crecido otro próspero circuito de la “economía informal”: el que consigue la oblea más rápido por un “pequeño” costo adicional.

Hablar de este entramado es, también, hablar de la corrupción estructural, en la que la política es un eslabón, pero no el único. Hay una inmensa cantidad de leyes y regulaciones que pasan por debajo de los radares del debate público y que responden a lobbies más o menos poderosos para montar “negocios seguros”. Eso explica muchos de los formularios que se exigen para comprar o vender un auto. Un buen día, los diputados bonaerenses, por ejemplo, votaron en algún artículo perdido la obligatoriedad de grabado de cristales (en vehículos que ya tienen patente, número de chasis, oblea y “la mar en coche”). Seguramente inventaron una pomposa justificación, pero de paso le concedieron un gran negocio a alguien que probablemente tenga el monopolio del grabado de cristales o algún beneficio similar.

Los concejos deliberantes son discípulos de esa escuela. Y sin que nadie se entere, corren una coma allá o agregan un artículo acá para que todos los restaurantes, bares o cervecerías, por ejemplo, tengan que adaptar obligatoriamente sus matafuegos. Los fabricantes de matafuegos suelen ser agradecidos con los legisladores, como los grabadores de cristales o tantos otros proveedores de “seguridad ciudadana”. ¿Y usted qué quiere? ¿Que no haya matafuegos? En la dialéctica regulatoria subyace, muchas veces, un planteo casi extorsivo.

Desarmar esta gigantesca e intrincada madeja requiere método, paciencia y procedimiento. También exige determinación y celeridad. Es como una cirugía de urgencia: hay que hacerla rápido, pero hacerla bien. El DNU parecería orientado en el buen sentido, aunque en su gigantismo parece perder foco y claridad. Es lógico, además, que genere interrogantes sobre las formas, que no son un mero lujo de los procesalistas. Tal vez deban establecerse prioridades y no meter todo en una misma bolsa que al final resulta caótica y confusa. Los procesos de reforma no son “a todo o nada”. Habrá que ver la jerarquía de las cosas. Y hacer un gran esfuerzo didáctico, porque desmontar una cultura regulatoria implica un cambio de mentalidad. Habrá que estudiar y dialogar: no se pueden cambiar las recetas sin escuchar la opinión de los médicos. No se puede tachar de un plumazo al Fondo Nacional de las Artes sin averiguar cómo funciona. Esa megalomanía ruidosa puede beneficiar la supervivencia de muchos privilegios. No se ve, por ejemplo, que el DNU desarticule la telaraña de los registros del automotor, emblemas del acomodo y el reglamentarismo. Será indispensable ir por partes, poner el foco en lo más urgente y elegir, con un sentido estratégico, determinados casos testigo. Distinguir los “pataleos” legítimos de los que defienden “cuevas”, privilegios y “negocios seguros” será otro desafío crucial. Y por eso puede ser riesgosa la estrategia de “ir por todo”: propicia un frente monolítico de resistencia en el que se mezclan reparos y objeciones razonables con defensores de sus propios curros.

En medio del revuelo, tal vez convenga rescatar el espíritu del debate. Lo que se discute, en el fondo, es cómo queremos vivir.