Martín Lousteau, un Guinness de la política

Las evidencias: como titular del bloque de senadores de la Unión Cívica Radical, no logró que los once colegas de su partido lo acompañaran en la última votación por la Ley Bases. Ni uno. No pudo convencer a nadie. Insólito.

Por Roberto García – Si hubiera un Guinness de la política, Martín Lousteau merecería incluirse en la nómina de los récords. Las evidencias: como titular del bloque de senadores de la Unión Cívica Radical, no logró que los once colegas de su partido lo acompañaran en la última votación por la Ley Bases. Ni uno, ni siquiera los que se sientan y conversan a su vera, a quienes les confía sus intenciones y propuestas. No pudo convencer a nadie. Insólito. Justo el hombre que aspira a nuclear en el futuro la mayoría de votos para ser presidente de la Nación o, en su defecto, jefe de Gobierno de la Ciudad. Mantiene esa pretensión mientras no logró persuadir o instruir a los propios para acompañar su iniciativa contra la norma mileista.

Si se incluye el aditivo de que Lousteau preside la UCR, la deserción ante su liderazgo se ha vuelto más palmaria: tampoco los gobernadores lo acompañaron en su moción y, tibiamente, más de uno plantea disidencias ante la conducción. Jamás, desde 1891, cuando Leandro Alem fundó el partido, se atravesó un despelote semejante en esa organización bajo un mando individualista y desconectado de su masa de simpatizantes. Igual todos juran que no hay crisis.

Después de la obligada siesta legislativa

Curioso fenómeno light en un partido con pasado de tránsitos polémicos, abiertas discusiones y enfrentamientos, por no hablar de fracturas: disidencia entre Yrigoyen y Marcelo T. De Alvear (quienes terminaron mejor de lo que ha trascendido), Frondizi escindiéndose (UCRI) y contrariando a Balbín (UCR del Pueblo), este ajeno a Illia, y luego confrontando al rebelde Raúl Alfonsín que, más tarde, se encendería en disconformidad con Fernando de la Rúa.

Gente quisquillosa hasta alcanzar el fanatismo, orgullosos por principios y conductas, rompiéndose sin doblarse o viceversa. Alborotadores, en suma: nada que ver con la pasividad actual, en la que el jefe no se ofende por faltas de respeto a sus órdenes y el resto menos se inmuta por desobedecer a quien eligieron como líder.

Casi una consentida inmoralidad: ni Gabriel del Mazo podría explicar estos comportamientos extraviados.

Dicen que Lousteau, envuelto de regalo por los intereses universitarios porteños y, además, seguramente distraído de los vínculos afines a la Casa Rosada con intereses comunes en un sanatorio capitalino, pasa sin mirar por el bloque y no concurre al comité central en las fechas conmemorativas: es de otra dimensión. Se ha convertido singularmente en el candidato obligado de la UCR para las grandes elecciones, pero esa condición hasta ahora no lo habilita como jefe del partido. Poco carisma como caudillo.

Ni siquiera se lo identifica con el instituto creado por Alem: aunque sea una retrospectiva menor, nadie es capaz de imaginarlo con una boina blanca, tocado que tal vez le hubiera recomendado el dandy Brummel para atraer multitudes. Las encuestas pueden repetir lo mismo que el cronista.

Raro el caso Lousteau: semeja tan racional y cartesiano como inaplicable. Ejemplo: se advirtió cuando fue ministro y explicaba la 125 como una medida justa, equitativa, incuestionable hasta para Néstor Kirchner que lo celaba, cuya sanción casi origina la caída del mismo gobierno. Suele actuar como el técnico de básquet que dibuja la jugada perfecta y, finalmente, alguien le erra al aro.

Ocurrió también con su último e impecable análisis sobre el régimen de inversiones (RIGI) en la Ley Bases —uno de los pocos que lo debe haber leído completo— que, al final, terminó considerado como una reivindicación kirchnerista en lugar de transformarse en un capítulo legislativo a ser revisado. Y, como se sabe, los radicales se indignan contra Javier Milei por haber ametrallado a insultos a Raúl Alfonsín y a la propia UCR más que por sus posiciones liberales (Alem no estaría tal vez tan en desacuerdo en ese sentido), agresiones que sin embargo no justifican votar a favor de las banderas de Cristina.

Allí impera otro criterio: debe ser el concepto histórico, gorila, contra el peronismo, o la condena a las administraciones posteriores k que se vistieron con el mismo ropaje avasallador y autoritario. De ahí que en el partido nadie trague el salto de los Moreau y Ricardo Alfonsín a esas facciones, también sospeche de las intenciones de un Lousteau que demanda acuerdos con otros partidos para tentar suerte en la Capital.

A pesar de que cuesta investirlo como jefe tradicional de la UCR, quizás —dirá él— por la falta de costumbre con conducciones partidarias abiertas, más porteñas de estilo que bonaerenses, como fueron Balbín o Alfonsín, lo cierto es la vigencia del reino de la mudez en la estructura.

Nadie se exalta, disfrutan esa zona de confort silencioso, los legisladores hacen rancho aparte pero no critican en público, los gobernadores e influyentes se callan aunque no compartan, y la pampásica oposición interna carece de una cabeza alternativa a Lousteau.

Ni dan opinión sobre las incorporaciones a la Corte Suprema (Lijo y García Mansilla), tal vez porque serán superados por el colectivo femenino, íntegro del Senado, sin distinciones, que promueve un proyecto para ampliar el número de miembros e incluir en ese incremento forzado un 30% para mujeres. Sale en horas.

Insuficientes, por ahora, parecen los movimientos contra Lousteau del mendocino Alfredo Cornejo y del santafecino Maximiliano Pullaro, quien no solo está atado a sus convenios con el socialismo —lo que le impide acercamientos con Milei— sino que ha emprendido la discutible aventura de reformar la constitución santafecina mientras Rosario arde por el narcotráfico. Cada uno en su negocio: decidió encerrarse en su distrito, como si no tuviera estatura para otra competencia.

En Córdoba no hay nada, en la provincia de Buenos Aires menos, esa sospechosa zona de confort radical lo beneficia a Lousteau que, paciente, espera el error de otros para ganar el partido. Una máxima del tenis. Se la enseñaron cuando se ganaba unos pesos ejerciendo como profesor del deporte blanco. Antes, claro, de pasar a actividades mejor remuneradas.